“A los fantasmas les gusta el vallenato”

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Luis Egurrola, conocido por sus amigos como Luison, fue uno de los más talentosos y prolíficos compositores de música vallenata romántica. Hizo de la adversidad el triunfo de su vida, y deja un legado invaluable para el folclor.  

Por Uriel ArizaUrbina 
Cronista
Especial para SAYCO 

Solía visitarme a mi casa sin avisarme. Era una casona de arquitectura antigua de techos y puertas altas con historias de fantasmas. Entraba en silencio por el largo pasillo de la sala hasta el enorme patio, y se sentaba solitario en el mecedor debajo del frondoso árbol, silbaba música, y cuando yo salía al encuentro, decía alguna jocosidad: “Me gustan los fantasmas de esta casa, no dan miedo”. “¿Será que los fantasmas escuchan música?”, “Estoy seguro que a los fantasmas les gusta el vallenato”, y nos reíamos, aunque a veces entraba en una introspección meditativa mirando con curiosidad los arcos lúgubres de la casa.

Casa en la que el compositor Luis Egurrola compartía tertulias con el autor de esta crónica.

Después nos montábamos en su camioneta, encendía la casetera y escuchábamos algunas de sus canciones inéditas a capela, mientras bordeábamos los sectores más pobres del pueblo. Nadie hablaba hasta el final de la canción, luego debatíamos cuál le iba mejor a la voz de fulano o la de mengano, pero siempre coincidíamos en las que se acomodaban a Diomedes Díaz. Lo que él no sabía era que, de manera inconsciente, tal vez, dejaba un rastro en la cadencia de su voz del artista que quería para dicha canción. “Cuando arranco a componer, ya sé en la primera línea si es para Diomedes; es inevitable, ¡qué vaina!”. Juancho Rois lo sabía cuando aún Luison no era conocido, porque alguna vez imaginó a Diomedes cantando uno de sus temas. El resto es historia.

Era ya un compositor consumado y exitoso y le habían grabado los artistas más prestigiosos del vallenato. Para llegar a donde llegó, ser uno de los compositores más talentosos y afamados de esta música, desde los años 90, Luison me confesaba que no fue un sueño idílico, sino una idea que debía hacer realidad para calmar la terquedad por vivir y alimentada en su interior desde el día en que supo que había nacido con una desventaja física. Mientras todos retozábamos sin descanso, Luison prefería el reposo, porque no gozaba de la salud de roble que derrochábamos jugando fútbol en el solar frente de su casa. Nos contemplaba desde su ventana, sentado en el sardinel o se encerraba, porque el polvorín le sentaba mal.

Escuchamos entonces que nuestro amigo y vecino no iría más allá de su adolescencia. Sin embargo, en el seno de su hogar sucedía algo distinto a la pena y la resignación aconsejada por los médicos. Su madre, una mujer inteligente, de risa fácil y con dotes de oradora y artista, se encargó de revertir la historia de su hijo con medicinas y un amor inquebrantable. Fue al colegio como un estudiante cotidiano; sin embargo, la energía del estudio la concentró en un desparpajo de creatividad que afloró en una poesía de una fuerza y brillantez inusuales plasmados en su cuaderno, y más tarde en su grabadora con silbidos y guitarra. Doña María Teresa lo supo de inmediato: mi hijo es un poeta, se dijo.

No tenía la apariencia taciturna ni la elocuencia de los poetas, y nadie pudo intuir, excepto los suyos, y en especial su madre, que tenía un talento fuera de lo común para componer canciones vallenatas, aunque al inicio quería ser escritor. Era un poco retraído en sus comienzos y de carácter y temperamento algo rígidos para su edad. Se subió por primera vez a la tarima de la Plaza Santander, en 1990, a participar en el Festival de Compositores de su natal San Juan del Cesar, una y otra vez, con “Canción de lejanía”, “Ven Conmigo”, “Al final del sendero” y “Sin decir adiós”. Lo había logrado. Ahora nadie lo detendría en su inaplazable propósito de conquistar al último corazón atormentado por desventuras amorosas de los amantes de la música vallenata. A partir de allí había un nuevo verso que cambiaría el rumbo de la composición de este aire.

En su primera canción estaba ya lo que necesitaba expresar en toda su extensa obra. Sus canciones no evocaban la añoranza del tiempo, las costumbres del pueblo o la nostalgia por la tierra, como solían ser las composiciones más emblemáticas de los años 70 y 80. Les dio un vuelco poético con un secreto aún más poderoso, que le sirvió a él mismo para sanar viejas heridas de sentimientos truncados en su juventud. Tomó la raíz del desamor y narró con habilidad de genio las emociones conflictivas y dolorosas con palabras fáciles y las hizo canciones. Contra todo pronóstico, nuestro amigo estaba de vuelta, rebosante de vida y convertido en uno de los compositores vallenatos más apetecidos y comentados por artistas y adoradores del vallenato.     

Era arquitecto, más por emular la profesión de su padre que por verdadera pasión. La última vez que nos vimos en la vieja casona, tuvimos una de esas conversaciones inusuales que disfrutaba para airear su febril labor creativa, sobre si la arquitectura influía en las emociones humanas. Después de divagar con varias tazas de café, entre cosas serias y humor provinciano, recuerdo como hoy su sentencia: “Si los fantasmas existen es porque no le dieron rienda suelta a su pasión en vida, y escogen lugares especiales para sanar sus penas”. Luison seguro no será uno de ellos, porque su adversidad la convirtió en el triunfo de su vida componiendo canciones que le dieron tranquilidad y paz a su indomable corazón.