Rafael Escalona y La Patillalera. Foto autografiada por el Maestro Escalona a Hernán Urbina Joiro y publicada en la revista Romanceros en 1996
Por Hernán Urbina Joiro
Admiro el verso que logra hacerse entender en el instante, como la sonrisa o el apretón de manos, y en ese hechizo siempre residirá buena parte de mi deslumbramiento por las palabras y los cantos de Escalona, mi mejor amigo en toda la vida. De él sigo intentando imitar su precisión, que no resta sensaciones, poder cognitivo ni expresividad; busco ocuparme en sembrar bien y después pensar en la cosecha, tal como Escalona hacía.
El reencuentro en Bogotá en 1991 confirmó el afecto que nos teníamos. Desde los años ochenta éramos cercanos, pero desde 1991 no nos despegaríamos en la práctica, no pasaban dos o tres días sin vernos, hablábamos por teléfono en la mañana, en la tarde, antes de dormir o se quedaba en mi apartamento cuando reñía con Clarena, su pareja de entonces, aquel compañero leal que jamás volví a tener y del que supe antes que los demás que iba a morir en Bogotá el 13 de mayo de 2009.
Me hizo un primer anuncio en Cartagena, al regreso de un acto del Hay Festival. En el callejón de Los Estribos se detuvo para decirme:
—Nacho, me voy a morir.
—Embúa, primero me muero yo —le respondí recordando una popular animación en un canto vallenato.
Al día siguiente, cuando el avión tocó el aeropuerto El Dorado, Escalona pidió ir a la Clínica Shiao donde se desplomó a la entrada y, tras permanecer cerca de un mes en cuidados intensivos, a la salida me dijo:
—Ya sé lo que es la muerte. Se apaga la película sin ningún problema. Pero a mí se me volvió a prender.
El 12 de mayo de 2009 en la Fundación Santa Fe de Bogotá dieron un parte tranquilizador sobre su nueva recaída, pero yo sabía que se iba a morir. Esa misma noche quise hacerle una nota de despedida y, al serme imposible avanzar por la tristeza, la concluí con una cita de T. S. Eliot:
Yo por siempre agradeceré
la amistad y la comprensión
de alguien que está a punto
de alcanzar el fin de su viaje.
El día 13 me levanté sin novedad alguna, pero sabía que el entierro iba a ser en Valledupar por lo que cancelé mi consulta médica y pedí a la secretaria que me organizara un vuelo Cartagena-Bogotá-Valledupar. Al final de la mañana sorpresivamente se supo del fallecimiento de Escalona.
Mucho tiempo después de su muerte todavía cometía el error de decirle al taxista que me llevara por la Avenida Pepe Sierra y luego doblar a la derecha en la Avenida 19 para irme hasta su nueva casa. Así fue hasta aceptar por completo que ya no estaría en esa dirección nunca más.
El poema 48, Escalona, lo escribí en Bogotá a finales de febrero de 1988 y lo transcribo aquí sin más detalles porque ansío que se haga entender en el instante, como la sonrisa o el apretón de manos de Rafael Escalona.
POEMA 48. ESCALONA (1988)
Ver caer, como dices, la nieve
desde la 19
por tu ventanal,
ver que el día se apague
desde Monserrate
oyéndote hablar,
es lo que más me conmueve,
papá.
¿De qué quieres conversar?
Háblame, entonces,
cuando traías el DC3, después el Fokker
a conocer El Cesar,
anda, papá,
te acompaño a un trago de Johnnie Walker.
¿Quieres oírme? ¿Ahora? ¿Empezar por dónde?
Sólo de ti podría hablar,
de tus cantos, el canon vallenato,
resumes y predices la tradición,
lo sepan o no, todos son influenciados
por tu picardía, por tu precisión.
El vallenato lo cambió Escalona.
¿Por qué? Porque incómodo en lo corto, las sílabas alargó,
los versos, los compases, las formas
para decir más, cambiando el modo de tocar el acordeón.
Coplas para los remates.
En el resto
8, 12, 14 o más silabas por verso,
en adelante.
Épico, dramático, lírico en pinceladas,
vivaz, astuto, enamorador,
dejaste en la conciencia del mundo nuestra condición vallenata
a fuerza de tus versos, tu música, tu pregón.
Tu ironía
es distinta a la anglosajona,
nos empuja a la alegría
es cervantina,
no inglesa que —más de las veces— nos acongoja.
Hay quienes necesitan la muerte para ser canonizados,
en vida el pueblo te canonizó.
Eso entraña lucha con lo nuevo y lo pasado,
enemigos,
pero no hay otro como tú, invicto
en todo el vallenato.
Tus contrarios
se ocultan como armadillos
por el Viejo Bolívar, el Magdalena Grande,
cobardes,
incapaces,
de mostrarte cara a cara la inquina y el colmillo.
Papá vive como escribió,
con cierto elitismo popular
que no perdona quien lo envidió.
En el vallenato de hoy y de ayer,
existió alguien revestido de majestad
y su nombre es Rafael.
Seca esas lágrimas de tus bellos ojos,
sólo he dicho la verdad.
Ven, te acompaño a otro trago de Sello Rojo.